El exilio
llega siempre como una explosión.
Y luego el derrumbe.
Aparece
liviano el destierro:
un papel en el
buzón que destruye los cimientos de tu vida entera.
Y treinta
días en los que te sientes caer. En los que tu vida es una foto en un marco.
Y respiras y
lloras y vuelves a llorar. Y huyes. Huyes hacia delante. Y lloras. Y lloras.
Me echaron.
Y fue tan deprisa que allí, en mi casa,
quedaron mis manías y mis miedos.
El gesto de
mis manos al desenredar el pelo,
el golpe
seco de mi muñeca en la sartén para limpiar la cuchara de madera al cocinar,
los hombros,
laxos sobre el muro de la terraza,
los ojos
dibujando futuros sobre las paredes (los muros que fueron míos)
en cada insomnio viscoso,
el esmero
infinito al ordenar los armarios de los críos:
las prendas de una infancia que les
robaron
que ya nunca fue.
Una infancia que murió,
como murió un trocito
de sus almas [viejas para siempre desde entonces]
Allí quedaron
sepultados los instantes que nos hicieron, que nos modelaron;
allí duermen,
todavía, entre objetos desconocidos, ajenos, extraños
y
voces en las que no me reconozco.
Allí, entre
paredes fantasma,
sobre el suelo que tatuaron las huellas
de mis pies año tras año.
Y todo se
desmorona.
Y un día ves
tu vida tirada en un contenedor. Y vuelves a morir de nuevo. Otra vez.
El exilio
pegajoso como el alquitrán vuelve a enredarse en tu piel y tus entrañas
y te cala
los huesos y te deja roto y seco y cansado y viejo.
Hay trozos
de mis ojos hechos añicos al fondo del contenedor.
Hay jirones
de la niñez de mis hijos prendidos a los escombros de su hogar.
Quedaron
negativos de mis retinas en los azulejos del baño,
en la cenefa de la cocina,
en
las placas de escayola,
en los marcos de las puertas
que hoy dan
a la basura el color mentiroso que viste de luto mi memoria.
Eva López Alvarez