No
sabría decir por qué pero cuando entraba a un ascensor sus ojos eran
incapaces de mirar al frente; se desplazaban, automáticamente, hasta sus
pies y se recreaban
en cada mota de polvo que ensuciaba sus zapatos. Los de los demás también...
Le asustaba aquella forzosa exposición a la que te someten las
distancias cortas y su pensamiento se enredaba en pasillos vestidos de
rojo cuando era consciente de que incluso la dilatación de cada poro de
su piel resultaba visible para cuantos desconocidos compartían
habitáculo con ella. Luchaba con su respiración, con su anárquico sudor,
con la curiosidad que intentaba alzar su cuello, sus ojos, con la
morbosa sensación de descubrir algún secreto en las manos de algún otro
viajero; en sus gestos, quizás...
Respiró aliviada cuando la campanita del ascensor la sacó de su
abstracción, de su lucha absurda y le anunció que habían bajado. Como
siempre, esperó al fondo del ascensor hasta que todos los demás
abandonaron el mecánico receptáculo...
- Uffff... - se dijo a
sí misma; al fin libre. Le producía verdadero terror pensar que la
alegría que le regalaba aquel recuerdo se había escapado por la comisura
de su boca llegando a los pulsos de algún desconocido. O que el sabor
de su primer beso, preso de su piel (celadora) hubiese escapado a manos
del sudor traicionero que dejó expuesta su carne en aquel cubículo móvil
en que se enredan durante unos segundos problemas, destiempos, prisas y
miedos; anhelos y anclas.
- Suerte - pensó, que hasta las ocho no tengo que volver a usar el ascensor...
Las horas se deshicieron. Llamó al ascensor.
Todavía hueco de huellas, el espejo le devolvió una nota:
"DÉJAME ENTRAR; deja que tus ojos jueguen a buscar todo aquello de
cuanto carecen; deja que tu piel se vuelva permeable; y déjame entrar"
Eva López Álvarez
No hay comentarios:
Publicar un comentario