jueves, 25 de julio de 2013

No sabría decir por qué pero cuando entraba a un ascensor sus ojos eran incapaces de mirar al frente; se desplazaban, automáticamente, hasta sus pies y se recreaban
en cada mota de polvo que ensuciaba sus zapatos. Los de los demás también...

Le asustaba aquella forzosa exposición a la que te someten las distancias cortas y su pensamiento se enredaba en pasillos vestidos de rojo cuando era consciente de que incluso la dilatación de cada poro de su piel resultaba visible para cuantos desconocidos compartían habitáculo con ella. Luchaba con su respiración, con su anárquico sudor, con la curiosidad que intentaba alzar su cuello, sus ojos, con la morbosa sensación de descubrir algún secreto en las manos de algún otro viajero; en sus gestos, quizás...

Respiró aliviada cuando la campanita del ascensor la sacó de su abstracción, de su lucha absurda y le anunció que habían bajado. Como siempre, esperó al fondo del ascensor hasta que todos los demás abandonaron el mecánico receptáculo...

- Uffff... - se dijo a sí misma; al fin libre. Le producía verdadero terror pensar que la alegría que le regalaba aquel recuerdo se había escapado por la comisura de su boca llegando a los pulsos de algún desconocido. O que el sabor de su primer beso, preso de su piel (celadora) hubiese escapado a manos del sudor traicionero que dejó expuesta su carne en aquel cubículo móvil en que se enredan durante unos segundos problemas, destiempos, prisas y miedos; anhelos y anclas.

- Suerte - pensó, que hasta las ocho no tengo que volver a usar el ascensor...

Las horas se deshicieron. Llamó al ascensor.

Todavía hueco de huellas, el espejo le devolvió una nota:

"DÉJAME ENTRAR; deja que tus ojos jueguen a buscar todo aquello de cuanto carecen; deja que tu piel se vuelva permeable; y déjame entrar"
 
                                                                                                                                   Eva López Álvarez

No hay comentarios:

Publicar un comentario