miércoles, 18 de diciembre de 2013

Su interior estaba lleno a rebosar.
                                         Lágrimas con la paleta cromática de todas las emociones guardadas desde tanto tiempo atrás.

Tan lleno estaba que la lágrima que habría de colmar el vaso no llegaba nunca; temerosa, quizás, del torrente incontrolable e inconmensurable que habría de llegar. Liberado, habría de anegar las canaleras que llevaban su sangre de su cabeza a sus pies empujándola a caminar. Liberado, habría de anegar los pulmones que movían su pecho en un instinto visceral por sobrevivir. Liberado, habría de invadir conductos lacrimales creando una catarata de adioses sin dique capaz de controlarlo. Liberado, habría de asolar el manto de su piel, dejando una alfombra de cuero blanquecino y salado.

Ginebra lo sabía. Por eso contenía sus lágrimas; como los brazos de una madre que nunca, nunca, jamás sueltan; jamás desatan el nudo invisible que sujeta los brazos de sus hijos.

La calle para ella era el mundo entero, ajeno y paralelo al micromundo que había cartografiado y señalizado bajo su dermis. Se sentía extranjera en cada esquina, en cada farola, en cada paso de cebra, en cada tiendecita a la que las necesidades perentorias la conducían cada día: en la panadería activaba el automático y sus labios hablaban mientras su mente se cerraba un poco más. Al cruzar el umbral con su bolsa del pan en la mano se sorprendía a sí misma, incapaz de recordar lo que su boca había pronunciado, segundos atrás, vivos todavía en el minutero.

Pero le gustaba observar ese mundo que se conducía en paralelo. Cómo miraban el resto de ojos; cómo caminaban el resto de pies; cómo gesticulaban en resto de manos, improvisado guiñol de guión vivo.

La esquina de una callecita estrecha y gris le puso ante los ojos un coche que se movía incierto y lento (como las noches, tan llenas de tantas horas). Se movía hacia ella tan lento como la chica que conducía lloraba. Aquello hizo que su corazón diera un vuelco. Que su sangre y su respiración y su aliento se hiciesen de hormigón. Que sus palabras se aunaran (imán invisible) para lanzar un grito: un grito tal vez sordo, un grito tal vez mudo. Un grito que hubiese sido capaz de frenar un tren de alta velocidad en décimas de segundo.

El coche se paró frente a ella.

Ginebra le indicó que bajase la ventanilla. Con urgencia. Con esa urgencia del deseo, libre de fronteras, libre de excusas, libre de razones.

Con la misma urgencia. Esa urgencia del deseo, libre de fronteras, libre de excusas, libre de razones, la chica de la lágrima incierta y lenta, la chica del coche gris, bajó la ventanilla sin sorpresa, sin preguntas.

El epicentro se situó en la comisura de la boca de la chica de la lágrima incierta y lenta, la del coche gris. Cuando su lágrima incierta y lenta alcanzó la comisura de su boca, vértica de sus labios, el caudar contenido bajo la piel de Ginebra se desbordó; se desplomó el umbral; se emborronaron las barreras; rebosó el pantano [cenagoso y con olor a viejo].

Ginebra se deshizo. Solo eran lágrimas: lágrimas de color púrpura, grises, negras, verdes; lágrimas azules; lágrimas ligeras, livianas, muy líquidas y lágrimas densas como alquitrán; lágrimas infinitesimales y lágrimas que pesaban; lágrimas con olor a invierno y lágrimas de agostos evaporados a manos de  los silencios. Lágrimas pegadas como las palomitas dulces y lágrimas con sabor a mar y olor a quimera. Lágrimas de mañana y de tarde; de amanecer y de ocaso. Ginebra se deshizo.

La chica de la lágrima incierta y lenta bajó del coche gris con su lágrima caminando lenta por su clavícula y se abrazó a Ginebra en un nudo inmenso, un nudo salvaje, un nudo indisoluble.

- ¿Por qué lloras? - preguntó la chica de la lágrima incierta y lenta a Ginebra

- Porque tengo que llorarlo todo. Porque todas las emociones que caben en mi estómago se tiñeron del color del fracaso y tengo que llorarlas. Todas. La alegría se tiñó del color de la soledad. La ilusión se tiñó del color del abandono. La confianza se tiñó del color del desengaño. El amor se tiñó del color del desamor. Y tengo que llorarlo todo antes de que me ahoge por dentro. Tengo que llorarlo todo, ¿entiendes?

Un silencio húmedo y salado les devolvió el aliento.

- ¿Y tú por qué lloras? - inquirió Ginebra a la chica de la lágrima incierta y lenta.

-Porque no tengo nada que llorar. Porque mi vida es un electroencefalograma plano. Porque no tengo emociones en mi estómago. Porque jamás sentí una alegría que pudiese teñirse de otro color. Porque jamás sentí una ilusión que pudiese desbaratarse. Porque nunca confié en nadie [nadie me ofreció eso tan hermoso]. Porque no tengo ningún amor que llorar. Porque no tengo nada que llorar....¿entiendes?

Entiendo - dijo Ginebra.

Un silencio húmedo y salado les regaló una emoción que todavía no se había teñido de ningún otro sentimiento: les regaló una suerte de complicidad que les arrancó de cuajo una sonrisa.

Deberíamos quedar, de cuando en cuando, a llorarlo todo, a llorar mis nadas. Intercambiaron sus teléfonos y con la última lágrima se despidieron.

-  Nos vemos en el próximo llanto...

                                                                                      Eva López Álvarez


1 comentario:

  1. Esas lágrimas en color púrpura...
    suceden como si tuviesen vida propia

    se llora por tener que llorarlo todo
    o por no tener nada para llorar

    yo, para la ocasión, elijo llorar sin lágrimas

    y si un día aparecen

    me gustará poder elegir ... "a quién le muestro mis lágrimas" (Amrl)

    quizá a "una princesa dormida".

    Besiños.

    ResponderEliminar