Las
manos entumecidas; y los pies profundamente doloridos a causa del frío.
Condolido el cuerpo entero. La piel, frágil manta de escarcha.
Continuó
andando, pero analizando el terreno; escudriñando cada cafetería desde
la acera helada, hasta encontrar una que la llamase, que la invitase a
entrar, que, de alguna manera, le contase una historia o quisiera
escuchar la suya [esa llena de silencio(s)].
Los
ojos de Ginebra se detuvieron en un quiosco; un quiosco de esos que
emanan calor, ese calor vivificante, ese calor que abriga el alma,
nacido de las páginas de los libros y revistas que custodian sus
improvisadas puertecitas. Justo enfrente de él, al otro lado de la
acera, había un café sin nombre; le daba exactamente igual que fuese
bonito, acogedor, cálido, grande, pequeño, luminoso u oscuro. Todo el
calor y toda la luz y todo el cobijo le vendría de aquel quiosco que
exhibía poemarios de autores locales y mapas y guías y libros de cocina
típica de la región. Se sentó en la barra, en un taburete desde el que
contemplaba con todo rigor el frente de aquel quiosco; el escondido
mostrador que protegía y salvaguardaba al dependiente de palabras,
chuches e ilusiones, que frotaba sus manos junto a un calefactor cuyo
calor se hacía tangible en medio del hielo cortante que reinaba en
derredor.
El
tiempo podría morir aquí, ahora, en este lugar, en este instante. No
necesito mas. Apenas oía la voz del camarero que hubo de repetirle
varias veces qué deseaba tomar.
- Disculpe - sonrió absorta. Un café solo, por favor. Largo, si es tan amable.
Cada
vez se sentía mejor allí; no sólo observaba esos trocitos de las almas
que taturaron las revistas, los libros, los manuales... también
analizaba cada gesto, cada movimiento delator de los que se acercaban.
Podía adivinar mucho de aquellos transeuntes que ralentizaban su paso o
se detenían en el quiosco. Por el libro que tocaban, por cómo lo
tocaban. Por la revista que habían elegido, por el periódico que se
llevaban... Y veía algo suyo en cada uno de ellos.
Del
chico del abrigo verde caqui y vaqueros terriblemente atractivos [...
volvía a tener sed su piel] se quedaba con su manera de acariciar los
libros que le gritaban al mundo (mudo) montones de palabras (llenas,
densas, plenas). De la señora forrada en pieles engreídas se quedaba con
la sonrisa, sonreía como si la vida y el frío y los lunes no fuesen con
ella... Del anciano con sombrero y puro y abrigo de "señor de los de
antaño" se quedaba con la amabilidad, esa que se está perdiendo, esa que
dice por favor y gracias y abre la puerta y cede el paso... Del niño
que tramaba un plan para escapar de su confortable y ultramoderno
carrito anti-golpes, anti-frío, anti-vida real se quedaba con la
ingenuidad intacta y la batería de los sueños por cumplir cargada al
100%.
Cuántas
huellas dejamos sin darnos cuenta - pensaba mientras daba vueltas a la
cucharilla para deshacer el azúcar de su café largo (como los días, como
las noches). Las huellas que dejan tus ojos, las huellas que dejan tus
pasos, las huellas que dejan tus gestos...
Reparó
entonces en la barra sobre la que reposaban sus brazos. Estaba
imprimiendo sobre ella otras tantas de esas huellas imborrables.
Andaría
sobre esa barra; ahora mismo. Dándome igual cuanto piensen de mí.
Dejaría en esta barra parte de lo que mis pasos [infructíferos] buscan.
Caminaría con la cadencia del tiempo atada a las pulseras de los zapatos
que cercan mis tobillos, como marcando un umbral [ojalá alguien se
saltase esa norma y trepase umbral arriba...]. Pisaría con la certeza
inequívoca que cantan los tacones [afilados como el mañana]. Giraría
sobre sí misma y dibujaría [polvo mezclado con caucho] unos pasos de
baile que habrían de contarle cosas al oído al que mañana ocupase ese
taburete. Se dejaría vivir allí... arrastrada por los brazos de otras
huellas que anduvieron antes por allí.
Se dejaría vivir...
- ¿Le sirvo algo más, señora? - inquirió el camarero...
Ginebra comprendió que debía llevar mucho tiempo allí para consumir tan solo un café...
- No gracias... ¿Me cobra, por favor?.
Mientras
el camarero se alejaba en busca del cambio no se resistió y escribió en
la barra [podría olvidar las llaves de casa, cualquier cosa pero jamás
un bolígrafo] [...]" me dejaría vivir... aquí".
Eva López Álvarez
Un café sólo y largo...
ResponderEliminarla amabilidad demasiado ligada a la senilidad
la barra de una cafetería
y los sueños de alguien
a quién el mundo... se le queda demasiado grande...
o demasiado pequeño.
Un relato de sueños contenidos
que saben poco.