sábado, 28 de septiembre de 2013

Ginebra solo esperaba lo inevitable.

                      Que fuese inevitable.
                                       Sin una palabra mas.
Motor esclavo del  deseo; deseo inevitable vestido de blanco roto.

Entonces,
        solo entonces,
                habría de rendirse;
                               dejarse arrastrar... porque será inevitable.  Sin condicional posible; solo futuro...  inevitable. Tropezarse con un pedazo de su alma y saber que no hay cláusulas, ni plazos, ni barreras, ni circunstancias, ni tiempo, ni espacio.
                                                  Solo certeza.

Levantó cada piedra; todas las piedras.
Miró debajo de cada coche; todos los coches.
Abrió cada libro; todas las páginas; todos los libros esperando encontrarlo allí, recostado en un juego de palabras, al cobijo de una metáfora; esquivo y escurridizo justo allí, en medio de una aliteración imposible.
Tras las cortinas.
Al otro lado de cuantas puertas se abrían a su paso.
En su buzón.
Los bancos del parque.
En cada contacto, azaroso y distante, que provocan los frenazos del autobús. Línea C. Un mes tras otro. Algún otoño tras otro.
En la espera; todas las esperas. En cada espera: la del contador tirano de Correos; la de la pescadería; la del sepecam [donde los ojos lloran con ese silencio punzante; desesperado].

En las pintadas de las paredes.
En el tedio de los anuncios previos a la peli, penumbra fecunda de ojos ahítos de noches yermas.

Se tropezó con las líneas de algunas manos; pero no le resultó inevitable escribir sus amaneceres en ellas.
Se enredó con algunas palabras que produjeron un profundo eco en sus tripas. Se ahogó a media profundidad.
Aquella mañana la prisa se cebó con ella; se partió un tacón (el izquierdo) en una carrera febril por solapar los tiempos que transcurrían en paralelo entre la alarma de la oficina (conectada con el móvil de su jefe) y la hora que marcaba su móvil. Ahora si que no llego - pensó Ginebra.
Se apoyó con la mano derecha en una señal que había junto a ella. Se quitó el zapato herido y reparó en que aquella señal era un STOP.

¡¡¡Stop!!! - se repitió. Deja de buscar lo inevitable.

Cada mañana desde entonces pega un post-it en aquel STOP con una palabra. Las mañanas frías no se sostiene mas que unos segundos. Le encanta detenerse un instante y verlas volar. Las mañanas tibias parecen abrazar aquel papel amarillo que te espera. Lo mágico es que nadie las coge. Nadie se las lleva... Permanecen allí esperando, tal vez, lo inevitable...


                                                                                             Eva López Álvarez





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