domingo, 25 de agosto de 2013

 

Ginebra (capítulo I)


Ginebra odió su nombre hasta que una de esas noches que no acaban intentó diluir cada una de sus letras en el líquido homónimo.
El amanecer impío le devolvió intacta su identidad y le regaló uno de esos dolores de cabeza que te impiden casi respirar; que distorsionan tus sentidos; que aplastan inmisericordes tu razón.
Años mas tarde, cuando el calendario y las experiencias vividas y los sueños robados, te llevan a ese punto en que comprendes que la felicidad sólo habita en un segundo efímero, pasó a amar profundamente su nombre; fue justamente el día en que descubrió (puro azar) que Ginebra significa “espuma de mar”.

Le pareció tremendamente hermoso.
No sólo la nombraba.
La definía.
La pintaba.
Olía como ella.
También sabía a sal.

Espuma era una palabra mágica, desde siempre, para Ginebra. Pasaba largos ratos, huída del mundo, en la orilla del mar observando cómo la espuma, brava en la lejanía, fuerte, retadora incluso, se deshacía ante un grano de arena; desaparecía.
Se extinguía. Perdía su forma; perdía su color; perdía su identidad.
Ya no era nada.
Esa mañana, Ginebra anheló conocer cada textura parecida a esa espuma que la definía y que jugaba a desaparecer a cada enviste de mar. Esperaba ese reconocimiento en otro que, a veces, no llega jamás.

Decidió ser humo.
Gas.
Vapor.
Vaho.
Aliento [vivo de otras bocas] que penetrase en su alma infundiéndole un nuevo hálito, distinto, lleno de otros sueños, preñado de otros deseos, vivo de otros segundos, alimentado de otros recuerdos, ingrávido de otros besos.
Corrió [presa de una prisa absurda] a un estanco y compró un paquete de tabaco. Jamás antes había fumado. Pero sintió un impulso irrefrenable. Deseó que sus labios se tornasen hechiceros hacedores de humo; que su boca se llenase de él, que sus adentros abriesen paso a ese humo incorpóreo, intangible, inmaterial y que, en cambio, al igual que la espuma, lo invadía todo; se colaba por cada poro abierto como lo hacía el genio de Aladino saliendo al mundo a través de la escueta apertura de la lámpara maravillosa. Dispuesto a conceder deseos.
Esclavo a la vez.

Con la torpeza propia de un principiante logró encender el cigarrillo tras varios intentos.
Y aspiró.
Notó cómo el humo arañaba su garganta y penetraba, atroz, sus adentros encogiendo cuanto encontraba a su paso; sintió empequeñecer sus pulmones; sintió un ahogo creciente que consumía su aliento y que, paradójicamente, le producía un estado de adormecimiento irreal, parecido al de la anestesia.

Luego el abandono. Sentía que todo su interior era de corcho, como una esponja de mar llena de agujeros que dejaban escapar sus miedos, sus secretos. Sólo ese humo tóxico e insolente entraba y salía a su antojo abriendo puertas, arrancando cortinas celadoras, dejando cada ventana que encontraba a su paso de par en par. Expuesta.

Esa exposición le produjo un miedo, visceral y creciente, a no ser capaz de volver a cerrar puertas, ventanas y correr cortinas; a quedar sin protectora piel para siempre; sin retorno.

Apagó el cigarrillo casi con saña, esperando extinguir todo resto de ese humo que la había dejado desnuda...

                                                                                                                                   Eva López Álvarez


                                                                                                                                   


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