lunes, 26 de agosto de 2013



La vió, por primera vez, en uno de esos pasillos que no tienen fin de las grandes superficies comerciales.

Ella buscaba algo de sentido
                             [SENTIDO]
                                              escondido en algún lugar que desconocía.

Iba a la compra, sí. Pero eso era secundario. Mera supervivencia. Ella recorría los pasillos buscando una razón y, mientras, recordaba que le faltaba café o que le apetecía un buen asado para comer, pero todo eso era algo accesorio. Buscaba un fin entre las conservas, un argumento entre los productos de limpieza, un motivo en los congelados.

El lo supo [era otro buscador de sueños].
                                                           En cuanto la vió.


Le parecía que todo el mundo estaba ciego porque nadie parecía reparar en aquella búsqueda, en SU necesidad de encontrar. Y ella le pareció bellísima; como hermosísima e imprescindible esa búsqueda que se [con]fundía con la manera en que movía sus manos [un lenguaje de signos desconocido esperando que él lo tradujese].

En pocos días los encuentros dejaron de ser casuales.
En apenas otros cuantos días un saludo y una sonrisa se cruzaban entre aquellos pasillos, como se cruzaban sus búsquedas por entre los gigantescos estantes.
El día en que sus manos se rozaron azarosamente justo en la tercera estantería, la que queda a la altura exacta de los ojos [deteniéndolos], la búsqueda de ambos pareció cambiar de sentido. Ya no supieron si buscaban aquello desconocido o si se buscaban el uno al otro.
Él cogió, aquella mañana, un trocito de papel vegetal, ese para uso escolar. La encontró en la sección de productos frescos y le cogió la mano con la misma ternura con que una madre coge a su bebé por vez primera. Sacó el trocito de papel vegetal y un bolígrafo. Calcó las líneas de su mano. Sin mediar palabra. Sólo aquella sonrisa. Aquella búsqueda. Aquel RECONOCIMIENTO.

Transcurrieron varios días en los que sólo ella parecía seguir buscando. Pensó que se había cansado; pensó que quizás él había encontrado lo que esperaba en otra parte. Un semáforo. Un buzón. Un taxi. La parada de autobús. La sala de espera del médico.

Un martes, el pasillo de los detergentes le susurró al oído que él buscaba a su espalda. ¿Nunca has sentido cómo unos ojos se clavan en tu espalda sin mirar?. No se volvió. Le bastaba esa certeza. Cuando estuvo junto a ella. Le tendió su mano, la palma hacia arriba.

Había tatuado las líneas de su mano sobre las suyas propias. Había creado un cruce de caminos que confluían una y otra vez, una y otra vez. La línea del destino de ella parecía solaparse con la línea de la vida de él.

Ella no pudo evitar darle la mano. Anudar sus líneas entre todas aquellas otras. Liar sus destinos. Anudar sus azares.

Cada mañana entran de la mano. Cuando las obligaciones no lo permiten, cuentan que él mira su mano tatuada una y otra vez, en cada pasillo. En cada estantería. Pero ahora sólo busca café. Si es ella la que compra, sus ojos solo miran una ordenada lista de COSAS; tampoco busca mas que cosas.




                                                                                                                                  Eva López Álvarez




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