domingo, 25 de agosto de 2013

 

Ginebra (capítulo III)



Esta segunda vez Ginebra aspiró el humo con la convicción del que ya no tiene nada que perder.
Aspiró hasta ser solo una especie de esponja inundada de humo; hasta quedar vacía de oxígeno. Cuando saboreó la asfixia y supo controlarla soltó aquel humo para entonces yermo; como un barco que suelta las amarras que lo mantienen encallado a puerto.

Fue justo en ese punto, entre calada y calada, cuando decidió que, desnuda su alma como estaba, lo mejor sería llenar su cuerpo. De sensaciones. Olvidadas.

Buscaría un amante.

Sería mucho más fácil (se dijo a sí misma) llenar los rincones de su piel, los recodos de su cuerpo, las esquinas de sus deseos, que arropar su alma recién lavada.

Corrió al espejo y dejó caer, con premura infantil, la bata de estar por casa que hacía largo tiempo la acompañaba en sus despertares robando toda posible improvisación a la mañana. Ciñó el pijama a su cuerpo y se contempló como hacía años, como cuando analizaba cada cambio adolescente que el tiempo, entonces lento, quería regalarle.

Sin un atisbo siquiera de consciencia dejó caer los pantalones invadidos de ositos, gatitos y conejitos (¿por qué todos los pijamas vienen decorados con esta clase de fauna?) quedando sus piernas expuestas, vírgenes de nuevos pasos por dar…

Sin apartar sus ojos de ellas dio algunos pasos, primero torpes, limitados, desmañados… luego largos, osados, audaces, insolentes…; estiraba las puntas de sus pies como si fuese una bailarina y giraba sobre sí misma contemplando la definida silueta (mucho más hermosa de lo que recordaba) de su tobillo, sus definidos gemelos, su rodilla [redonda y delgada a la vez]; se detuvo en su muslo [frontera del deseo] sabiendo que la rendición era inminente.

Uno de aquellos improvisados pasos de baile la condujo de nuevo al espejo [provocador] frente al que se arrancó impaciente la camiseta del pijama (con idénticas bolitas y animalitos del pantalón, cómplices de noches blancas y amaneceres grises).

Un rubor olvidado hacía tiempo tiñó sus mejillas de un rojo carmesí y vivo y un cosquilleo enterrado recorrió su espina dorsal y se posó en su estómago. No había marcha atrás; mientras decidía cómo habría de poblar su alma, un amante le susurraría cada día a sus manos, a sus pies, a su espalda y a su cuello que estaban vivos; tatuaría su piel de versos que rescatasen del vacío cada uno de sus poros.

¡¡¡¡¡Capaz de sentir!!! – sonrió…
 
                                                                                                                                 Eva López Álvarez


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