martes, 6 de agosto de 2013

Ginebra ya sabía lo que era la Soledad...

Solía pensar, cuando leía revistas de esas conocedoras  de todo y expertas en nada que, así como hay cientos de artículos que explicitan esa proporción de tres cuartas partes del planeta Tierra y, casi la misma proporción de nuestro cuerpo, ocupadas por agua, las citadas revistas debieran recoger  que tres cuartas partes de nuestras almas son Soledades.

Ella lo sabía bien... superaba la media. Tanto que, para ella, esa soledad, esas soledades tenían un sabor dulce incluso... se liaba entre sus todopoderosas ramas y se acurrucaba en ellas con esa certeza inequívoca de que siempre sería así.

Hubo un día, en cambio, en que esa soledad comenzó a tener un sabor amargo. Traspasó la frontera infranqueable de la piel y desdibujó la línea ascendente de las comisuras de su boca convirtiéndola en una suerte de paréntesis cerrado que escondía dentro un misterio, quizás...

Las soledades de Ginebra comenzaron a solidificarse; como piedras en el riñón; como quistes de desengaños; como tumores de abulia y cansancio...

Pensó que, de igual modo que Werther bebió aquellas cartas de amor para acabar con el peso del [des]amor, ella habría de diluir  (de algún modo) aquellas piedras de soledad que petrificaban sus venas, que obstruían su respiración...

Sin cartas de amor pensó tatuar los versos de alquitrán que hacían cieno de su sangre en las tiras azules de la fregona. Tatuada de tristeza, la sumergió en el cubo y fregó esmeradamente todas las estancias (llenas de hielo en las esquinas, hielo bajo la cama) de su casa [fría como el desconsuelo]...
Se dejó arrastrar por el sueño artificial que produce la pena que se escribe en mayúsculas. Esperando el amanecer...

                                                                                                             Eva López Álvarez





No hay comentarios:

Publicar un comentario