miércoles, 23 de octubre de 2013

Ayer, cuando era una cría [feliz]; cuando no entendía nada; cuando el día y la noche eran lo mismo, en aquellos veranos (agonizaba el verano; pero yo no lo sabía) mi madre y las vecinas y amigas y familia, se reunían alrededor de una lumbre hiriente bajo el termómetro impío de agosto y hacían conserva de tomate.
                            Para todo el año.

                            Mágico ritual, torna imperecedero lo mortal, lo efímero, lo fugaz.

Me maravillaba observar aquel proceso, aquella destreza de las mujeres "escaldando" los tomates, aquella decisión cuando se trataba de la peligrosa tarea de sacar de la lumbre aquel gigantesco bidón con asas improvisadas repleto a rebosar de pequeños botes en los que el rojo gritaba lozanía eterna.

Hoy no me quito de la cabeza la delirante idea de hacer "conserva de emociones"; porque se me escapan, se me resbalan, se me caen de los bolsillos roídos de tiempo y costumbre.
Sería fantástico atrapar en tus tripas esos nudos que comienzan a deshacerse y guardarlos en uno de esos botes; cerrar con toda la fuerza que tu cuerpo [pareciera frágil, solo pareciera] sea capaz de generar y disponerla en uno de esos bidones. Acurrucarlo junto a otro botecito en que guardé esa otra emoción que se hacía polvo y se dispersaba por cada poro de mi piel. Ponerlos todos al fuego, al "baño María"... Esperar. Ordenarlos primorosamente en la despensa de mi alma.

Hoy ando escasa del nudo que te ata en la garganta la emoción de las palabras mudas. Podría ir a la despensa y coger mi botecito:
                                              "palabras que no escuchaste en conserva".

                                                                           Eva López Álvarez



                                           

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